El
ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, anunció el pasado viernes un “plan de
regularización tributaria” por el que aquellos ciudadanos o empresas que no han
declarado las rentas obtenidas con sus actividades profesionales o económicas,
o con la venta de inmuebles o activos, pueden legalizar su situación pagando un
tipo impositivo reducido del 8% o del 10% para el capital que retorne a España
o que esté oculto dentro del país. Es tan sencillo como parece. Consiste en que
un profesional que ha acumulado dinero negro procedente de trabajos que ha
realizado en los últimos años y por los que no ha emitido factura alguna,
dinero que en la actualidad puede tener en la caja fuerte de su casa, o debajo
de una baldosa de su parcela, puede sacar ese dinero de ahí en ingresarlo en la
sucursal de su barrio, pagando por ello sólo el 10% de impuestos. Invito a
cualquiera de los lectores que trabajen por cuenta ajena a consultar sus
nóminas. Seguro que aunque sean poco más que mileuristas, superarán ese 10%. También supone que las empresas que
hayan desviado dinero a paraísos fiscales pueden repatriar esos fondos pagando
por ello sólo un 8% (el impuesto de sociedades está en el 35%, tipo general, o
25%, tipo reducido).
Esto que explico es
lo que se ha dado en llamar una amnistía fiscal. En el momento de hacer el
anuncio, el ministro se mostraba un tanto incómodo y por supuesto buscó
eufemismos varios para eludir la palabra amnistía, que suena muy fea (porque es
muy fea). La incomodidad del ministro es perfectamente comprensible habida
cuenta de lo controvertido que resulta adoptar este tipo de medidas. Una
amnistía fiscal es sin duda una muestra de un fracaso de la política económica
y, en concreto, de la lucha contra el fraude fiscal. Es difícil explicar a los
ciudadanos que pagamos puntualmente nuestros impuestos que ahora aquellos que
han ocultado a Hacienda sus rentas, van a poder aflorarlas pagando apenas un
10%, y que no tendrán sanción, ni recargo, ni intereses de demora.
La
amnistía se comunicó como algo “excepcional y extraordinario” (sólo será
posible llevarla a cabo hasta noviembre), y se nos planteó como una alternativa a incrementar los impuestos
indirectos como el IVA. Habría que preguntar a los ciudadanos qué es lo que
prefieren, y estimar cuantitativamente cuánto se podría recaudar con una y con
otra medida.
En
la historia de la democracia española se ha aprobado dos veces la amnistía
fiscal. Lo hicieron gobiernos socialistas de Felipe González, en 1984 siendo
ministro con Miguel Boyer y en 1991 con Carlos Solchaga. También en las últimas
décadas, otros países de todo el mundo han aprobado medidas de perdón fiscal
más o menos parecidas. Por lo general, los resultados han sido inferiores a los
esperados; es decir que no afloró todo el dinero que los gobiernos habían
estimado.
Con esta amnistía
fiscal del ministro Montoro, que finaliza el 30 de noviembre, el Gobierno
confía en recaudar 2.500 millones. Esto significaría que aparecerían o se blanquearían unos 25.000 millones de euros. Cabe
recordar en este punto que, según la Fundación de las Cajas de Ahorro, la
economía sumergida se cifra en el 24% del PIB de España, que supondría un
montante de unos 250.000 millones de euros.
La previsión del
gobierno es por tanto comedida, pero aun así todo parece indicar que los
resultados serán inferiores a los esperados. Es más probable que sea el pequeño
defraudador ocasional el que acuda a la regularización, en mucha mayor medida
que los individuos que sistemáticamente incumplen sus obligaciones fiscales o
grandes defraudadores, que son los que mantienen el grueso de esta masa de
dinero negro. La idea es buena, la posibilidad de blanquear dinero que en la
actualidad se tiene escondido y que se tiene que ir gastando poco a poco o
emplearlo en operaciones clandestinas, pero existen inconvenientes. El primero
es que hay que pagar. Poco, pero hay que pagar. El defraudador es insolidario y
odia pagar impuestos, por eso defrauda. Así que pagar el 10% de lo que ha
ganado y es “suyo” le duele infinitamente, y puede preferir seguir como hasta
ahora con tal de no dar su parte –aunque sea mínima– a la Hacienda Pública. Por
otra parte, y aunque el ministro anunciaba que será una “declaración
confidencial”, el defraudador teme que se le incluya en una lista que la
Agencia Tributaria pueda tener en cuenta en un futuro. Porque el defraudador
profesional piensa seguir haciéndolo, y no le interesa figurar en ningún
listado.
Está claro que la
motivación principal del gobierno es la obtención de incrementos recaudatorios
inmediatos, además de conseguir aumentar los listados de contribuyentes que
habitualmente no cumplían sus obligaciones tributarias. Una vez más una visión
cortoplacista que no tiene en cuenta los efectos negativos que estas medidas
puedan tener sobre el cumplimiento futuro de los individuos normalmente
honestos que pagan sus impuestos. Y es que además puede surgir una tentación de
ahora en adelante por parte de muchos individuos de dejar de pagar sus deudas
fiscales esperando el momento en que una nueva regularización establezca unas
condiciones más ventajosas.
Ya que no se va a
poder hacer nada para cambiar esta decisión del gobierno de España, esperemos al
menos como único consuelo que en esta ocasión la medida –reprobable desde el
punto de vista ético– sirva al menos
para incrementar la recaudación. Y ojalá gobiernos futuros no vuelvan a aprobar
amnistías fiscales que premien a los defraudadores y se dediquen a perseguir
realmente el fraude fiscal, dotando de medios a la Agencia Tributaria y
educando a los ciudadanos en la cívica costumbre de pagar impuestos de manera
progresiva, es decir cada cual según su capacidad.
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