La Piedra del Águila nos sopesa,
continuamente, con el gesto grave,
sobre su pesado nicho de experiencia
donde esconde cuánto ha hecho y cuánto ha sido.
Calibra si este sol, si aquellas nieves
doraron y helaron las mismas pieles
idénticas.
Tras su prisma de ramas y de tierra
tiene más tiempo que vida, y a puñados
recoge, temporero, nuestras olivas.
Su memoria es la roca que nos pesa,
el espejo que devuelve nuestra imagen
deformada de tanto compararnos.
Su recuerdo es la sangre a borbotones
de encías de camino y de cemento.
Dura empresa la que tiene,
absolvernos en este pleito
con prejuicios de minutos,
tan harta de dar cuerda a este reloj
que, haga lo que haga,
marcará siempre la misma hora.
Parece que quisiera sustraerse
de jugarse los cuartos con el tiempo,
de aguantar que de nuevo le echen cuentas
de qué debe inhibirse, o prevenirnos.
De nuevo lloverá, de nuevo el sol
secará nuestras lágrimas amargas;
de nuevo nacerá y morirá bajo su sombra
el que pudo redimirnos de algún modo.
Por eso nos sopesa. Quién mejor
podría celebrar y lamentar nuestros defectos.
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